jueves, 29 de enero de 2015

Reflejada y herida

Esta noche me miro al espejo, y no se dónde termina el reflejo.
Me devuelve una imagen que no es mía, una caricatura grotesca de la persona que solía ser.
La herida abierta en el pecho aparece como cráter hacia el interior del volcán, apagado, que es mi cuerpo: lleno de cenizas y vacío de ellas a la vez, un corredor oscuro donde el horizonte se confunde, y fúndense el techo y el suelo del mismo patético color.
La herida camina, se mueve conmigo. Me pongo de perfil y se escurre a mi costado. Ahora se ven las costillas, hundidas en un deshecho de carne podrida y sangre seca. Me toco, me palpo, estiro la piel y no siento herida, pero duele, duele aunque el dolor no sea físico y el reflejo sea incorpóreo e inalmáreo.
Me tapo los ojos como una niña frente a la muerte fingida en la pantalla, y miro con morbo desde la barrera de mis manos cómo palpita la herida.
La herida me mira a mi como un adulto, sin barrera y sin morbo, como se mira desde encima del hombro a los niños que no han vivido, que no conocen el significado del dolor.
La muy puta me mira condescendiente como si ella, la herida, hubiera sufrido más que yo, como si detrás de la barrera de los dedos mis ojos no hubieran visto el pálpito, el interior del volcán vacío y las costillas descarnadas, como si el dolor fuera relativo y perteneciente a ella y no a mi.
¡El reflejo es mentira, es una sucia y repugnante obscenidad, que tiene como fin la herida!
La próxima noche no me miraré al espejo, pues hoy me meto en la cama con las manos envueltas en paños y ensortijadas de cristales rotos, piedras preciosas que la ira se encarga de pulir.
El reflejo se enquista en mis manos de niña y me infectan del desgraciado dolor todo el cuerpo.
Pero mientras tanto la barrera aún funciona, y acerco mis manos heridas a los ojos, que ya no ven la pantalla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario