lunes, 9 de marzo de 2015

El maniquí


No recuerdo el momento. Sentía cristales rotos en las palmas de las manos y el pavimento desprendía calor y humo que me embriagaba y hacía más difusos, aún si cabe, los rápidos instantes en que caí. No podía sospechar que mi espectáculo en el local iba a tener que posponerse.
Las putas no le importan a nadie, somos exactamente el tema que no hay que sacar a relucir en una cena que esperamos amena y agradable. Solamente existimos para un pequeño sector en la sociedad, eso sí, como mercancía y moneda de cambio.
Me estoy poniendo filosófica. No era mi intención, sólo intento evadirme de donde estoy ahora mismo. He estado desnuda delante de innumerables personas, pero únicamente hoy, en este mismo instante me siento de verdad expuesta. Y no, no me gusta nada. Pero no puedo hacer nada para remediarlo.
Huele a hospital, a lejía, a amoniaco. A sangre, suero, alcohol. A esperanzas vacías y a dolor. Huele a muerte en toda su expresión. Las moscas se pasean con gusto por la línea de cuerpos que, como el mío, descansan boca arriba sin más ropa que la propia piel. Y en algunas ni siquiera esto, podridas como estaban.
El espectáculo a mi alrededor es tan triste como macabro y surrealista. Es una obra de teatro en que el secundario, ebrio de furia, dispara su revólver de mentira hacia el protagonista y lo mata, dejando perplejos a los espectadores, que no saben si el rojo del suelo es mermelada o sangre derramada.
No me han dicho por qué estoy aquí, pero lo sé de sobra y ni una palabra va a salir de mis labios sellados, más por la resignación que por el miedo.
Cruel broma del destino, que de haber elegido desnudarme frente al mundo han decidido cubrirme de ropa, ellos. Pronombre, tercera persona, ajenos a mí. Moldean mi cuerpo, doblan mis extremidades, encorsetan todas femineidades que una vez me convirtieron en mujer, persona, y me descarnan, desgarran sin dolor toda la piel y la cubren con plástico, tóxico, tan artificial como inherentemente humano.
Un círculo de operarios - sí, han perdido el estatus de personas, son máquinas elaborando un artículo manufacturado- me rodean, sosteniendo sus herramientas, sin hablar entre ellos, empiezan a cubrirme, a producirme.
Echo un vistazo a mi alrededor. Por un lado cuerpos y cuerpos ordenados según acaban de procesarse, en cintas transportadoras que llevan a cajas, que llevan a camiones, que salen por la puerta a satisfacer una necesidad. Por otro lado, trabajadores llevando a gente como yo en brazos, éstos inconscientes, aún con el dolor latiendo en la nuca y la sangre que empieza a secarse.
Sellan mi boca. Me río, pues nunca he dicho nada que pudiera ser objeto de un control hacia mis palabras, y empiezo a arrepentirme de ello.
Taponan mis oídos. Revivo las veces en que caminaba por la montaña con mi padre, antes de tomar mi decisión, antes de desnudar mi cuerpo, cuando aún era su hija. Al llegar arriba los sonidos pasaban por mis oídos como un filtro, como si la naturaleza fuera lejana y solamente importase el ahora.


Mis manos hace tiempo que no se mueven y las lágrimas corren sin obstáculo por mi cara. Lo último que veo es el reverso de la máscara, que se acerca a mi rostro, y me gustaría que fuera un sueño, me gustaría despertar ahora en la cama que abandoné hace unas horas para hacer no recuerdo qué.


Ilustración de I.R.H.

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