Suelo sentarme en la parte más alejada de la estación de guaguas, el banco antisocial, desde el cual puedo ver todo sin necesidad de participar activamente en el acto social, en la conversación e intercambio. Y esta vez no se trata de una excepción, me recosté con un pitillo en los labios, en mi sitio habitual, y esperé.
Un hombre de mediana edad, con un jersey de colores que una vez pudieron ser vivos y chillones, con manchas y descosidos, caminaba en círculos. Pero caminaba en círculos cerrados, nervioso, mirando a su alrededor y comprobando toda persona que pasaba. Las cuatro menos veinte, apenas hay en la parada dos chicas de mi edad y una señora mayor, las ignora y a mí no me ve en mi escondrijo.
Me suena de algo. No su cara, que por mi miopía no llego a distinguir y se me aparece difuminada como los colores de su jersey, sino esos nervios, los pasos torpes en círculos, el crujir de sus manos retorcidas y esa expectación, ese buscar algo que no llega.
Las cuatro menos cuarto. La canción que taladra mi cabeza se acaba, el sol está un poquito más cerca y me da en plena cara, gotitas de sudor me recorren la espalda y me muevo hacia la sombra. Me levanto y mis ojos se cruzan con los del hombre, y me mareo. Sé quien es, por supuesto que lo sé.
Vuelan en mi mente fragmentos de conversaciones: mi madre diciéndome que volviera a casa temprano, dando un rodeo para no atravesar la estación. Unas señoras jóvenes, a la puerta del colegio, comentando indignadísimas muchas cosas que se oían por ahí y que yo por mi edad no pude entender. El periódico que lee mi padre por las mañanas, y fotos en primera página de mi pueblo, de la estación por la que solía pasar todos los días y que después de eso tuve que rodear al volver a casa de noche.
Claro que sé quien es, pero él no sabe quién soy yo.
Cuando sus cuencas vacías y llenas de visiones podridas se alinearon a mis borrosas lentes, lo vi con asombrosa claridad. Hace mucho tiempo de eso, y yo era aún una niña, de colegio primaria con mis trencitas apretadas y empapadas de colonia, con las rodillas peladas de golpes y caídas y camisetas de Digimon.
Junto a mis vecinas, al salir de clase acortábamos por la estación para llegar a casa a tiempo de ver los dibujos. Y estaba él. Y miraba. Nunca se acercó, ni habló con nosotras, no se atrevió a darnos nada ni a tocarnos. Pero no nos miraba como se mira a las niñas, nos miraba con ojos vacíos y la comisura de los labios entreabierta. Nos miraba cómo un hambriento mira el escaparate de una pastelería. Miraba a través de nosotras, nos desnudaba con ojos perversos, escondido desde el banco dónde yo, hace un segundo, estaba sentada con un pitillo en la boca y Aqualung en mis oídos.
Y ahora me mareo de asco. Porque veo cómo aparece una niña de nueve años, con trencitas apretadas y raspones en las rodillas y camiseta de lo que quiera que vean las niñas en la tele; con el pan debajo del brazo y la vuelta en monedas en sus deditos sudorosos e inocentes. Y le clava la mirada.
Y ya son las cuatro menos diez. ¡Cuánto dan de sí veinte minutos! Aparece el chófer con su uniforme y la cartera al hombro a arrancar la guagua.
Les perdí de vista. Me dio un vuelco al corazón pensando toda clase de barbaridades, cuando al girarme el hombre recoge las monedas que se le habían caído a la niña, con miedo en sus ojos las coloca sobre el banco, y las niña las recoge y sube a la guagua, que arranca y se va.
Acabo de perder mi guagua y ¡casi! el aliento. Qué mal rato, por favor.
La estación se queda vacía a excepción de nosotros dos. Ya no vuelvo a mi escondrijo. No soy capaz de volver al sitio donde se ocultaba el pedófilo, ya no veo ese banco de la misma forma. Me quedo de pie y le atravieso con la mirada.
Lo peor de todo es... la levedad, la falta de interés que fluye de su cuerpo hacia mi, que hace nueve años exactos miraba totalmente diferente.
No sé si intuye la mayoría de edad en mi carnet, no sé si sus cuencas vacías de emoción son capaces de ver que ya no llevo bragas con dibujitos de Teletubbies. No sé si intuye años de dolores menstruales, de masturbaciones a escondidas, de borracheras adolescentes y de laca de uñas negra, de carmín, de anti-ojeras. Nueve largos años de lecturas, películas, novios, novias, heteroflexibilidad, besos franceses, cajas de condones, retrasos, tacones, piercings y tintes y ceras y cuchillas.
El pedófilo se va. Y desde luego nadie va a echarle de menos, ni siquiera recuerdo ya otra cosa que no sea su jersey desteñido y sus cuencas vacías.
Pero me subo a mi guagua con la sensación de haber vomitado, algo que tienes en el estómago y te mata por dentro, y aunque el dolor de barriga se disuelve, el mal sabor de boca persiste.
Un hombre de mediana edad, con un jersey de colores que una vez pudieron ser vivos y chillones, con manchas y descosidos, caminaba en círculos. Pero caminaba en círculos cerrados, nervioso, mirando a su alrededor y comprobando toda persona que pasaba. Las cuatro menos veinte, apenas hay en la parada dos chicas de mi edad y una señora mayor, las ignora y a mí no me ve en mi escondrijo.
Me suena de algo. No su cara, que por mi miopía no llego a distinguir y se me aparece difuminada como los colores de su jersey, sino esos nervios, los pasos torpes en círculos, el crujir de sus manos retorcidas y esa expectación, ese buscar algo que no llega.
Las cuatro menos cuarto. La canción que taladra mi cabeza se acaba, el sol está un poquito más cerca y me da en plena cara, gotitas de sudor me recorren la espalda y me muevo hacia la sombra. Me levanto y mis ojos se cruzan con los del hombre, y me mareo. Sé quien es, por supuesto que lo sé.
Vuelan en mi mente fragmentos de conversaciones: mi madre diciéndome que volviera a casa temprano, dando un rodeo para no atravesar la estación. Unas señoras jóvenes, a la puerta del colegio, comentando indignadísimas muchas cosas que se oían por ahí y que yo por mi edad no pude entender. El periódico que lee mi padre por las mañanas, y fotos en primera página de mi pueblo, de la estación por la que solía pasar todos los días y que después de eso tuve que rodear al volver a casa de noche.
Claro que sé quien es, pero él no sabe quién soy yo.
Cuando sus cuencas vacías y llenas de visiones podridas se alinearon a mis borrosas lentes, lo vi con asombrosa claridad. Hace mucho tiempo de eso, y yo era aún una niña, de colegio primaria con mis trencitas apretadas y empapadas de colonia, con las rodillas peladas de golpes y caídas y camisetas de Digimon.
Junto a mis vecinas, al salir de clase acortábamos por la estación para llegar a casa a tiempo de ver los dibujos. Y estaba él. Y miraba. Nunca se acercó, ni habló con nosotras, no se atrevió a darnos nada ni a tocarnos. Pero no nos miraba como se mira a las niñas, nos miraba con ojos vacíos y la comisura de los labios entreabierta. Nos miraba cómo un hambriento mira el escaparate de una pastelería. Miraba a través de nosotras, nos desnudaba con ojos perversos, escondido desde el banco dónde yo, hace un segundo, estaba sentada con un pitillo en la boca y Aqualung en mis oídos.
Y ahora me mareo de asco. Porque veo cómo aparece una niña de nueve años, con trencitas apretadas y raspones en las rodillas y camiseta de lo que quiera que vean las niñas en la tele; con el pan debajo del brazo y la vuelta en monedas en sus deditos sudorosos e inocentes. Y le clava la mirada.
Y ya son las cuatro menos diez. ¡Cuánto dan de sí veinte minutos! Aparece el chófer con su uniforme y la cartera al hombro a arrancar la guagua.
Les perdí de vista. Me dio un vuelco al corazón pensando toda clase de barbaridades, cuando al girarme el hombre recoge las monedas que se le habían caído a la niña, con miedo en sus ojos las coloca sobre el banco, y las niña las recoge y sube a la guagua, que arranca y se va.
Acabo de perder mi guagua y ¡casi! el aliento. Qué mal rato, por favor.
La estación se queda vacía a excepción de nosotros dos. Ya no vuelvo a mi escondrijo. No soy capaz de volver al sitio donde se ocultaba el pedófilo, ya no veo ese banco de la misma forma. Me quedo de pie y le atravieso con la mirada.
Lo peor de todo es... la levedad, la falta de interés que fluye de su cuerpo hacia mi, que hace nueve años exactos miraba totalmente diferente.
No sé si intuye la mayoría de edad en mi carnet, no sé si sus cuencas vacías de emoción son capaces de ver que ya no llevo bragas con dibujitos de Teletubbies. No sé si intuye años de dolores menstruales, de masturbaciones a escondidas, de borracheras adolescentes y de laca de uñas negra, de carmín, de anti-ojeras. Nueve largos años de lecturas, películas, novios, novias, heteroflexibilidad, besos franceses, cajas de condones, retrasos, tacones, piercings y tintes y ceras y cuchillas.
El pedófilo se va. Y desde luego nadie va a echarle de menos, ni siquiera recuerdo ya otra cosa que no sea su jersey desteñido y sus cuencas vacías.
Pero me subo a mi guagua con la sensación de haber vomitado, algo que tienes en el estómago y te mata por dentro, y aunque el dolor de barriga se disuelve, el mal sabor de boca persiste.