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lunes, 17 de agosto de 2015

Raíces

¿Cuál es mi deuda? Me pregunto qué le debo yo a mi pueblo natal.
La casualidad me arrastra desde antes de nacer a los pies de una casa, a una cunita, a un cuarto pintado de rosa... la levedad de la casualidad, de lo contingente.
Y cuándo mi vida o mi obra significan algo, mi pueblo me lo arrebata, se lo adjudica, como si no fuera yo ciudadana de todas las comarcas, como si me hubiera elegido el pueblo a mí para pertenecer a su círculo.
Cuando lo único que ha hecho mi pueblo (escrito así con artículo posesivo tal como se me ha enseñado) es marcarme unas fronteras inexpugnables que no deseo y que no puedo romper, unos límites y unos derechos auto-impuestos de pertenencia a un club cuyo carnet me sobra en la cartera.
"Sra. X, oriunda de tal sitio".
¿A qué se debe? ¿Cuál, repito, es mi deuda?
Nacer en un estado cerrado no te da una cultura, te limita a todas las demás.
Incluso han llegado a mis oídos expresiones tales como "en tu tierra deben sentirse orgullosos de tu éxito". ¿Acaso debo sentirme orgullosa porque la vana casualidad haya traído un gran futbolista, una hermosa modelo, una escritora notable a los pocos kilómetros que abarca una denominación geográfica a la que la casualidad me haya llevado a nacer?
¿Debo, pues, unirme a la celebración social de la vecindad, al ímpetu de pertenecer a un grupo que no engloba intereses comunes, a la limitación de un pueblo? -o ciudad o comarca o, en definitiva, cualquier tipo de frontera.
Mis raíces se han desbordado del tiesto, buscan tierra fresca más allá de los límites, quiero respirar otros aires, ver el sol desde otros ángulos, alzar mis pétalos a un cielo extraño.
Las personas, como las plantas, pueden cambiar de macetas e incluso prescindir de ellas. Sólo hay que darse de baja del club de la casualidad y destrozar el carnet de las carteras.

domingo, 22 de febrero de 2015

La aniquilación en la máquina del tiempo

Lo normal cuando leemos un libro es identificarnos con el protagonista, seguir el hilo de la historia desde el punto de vista principal y acabar sintiendo lástima, cariño, empatía hacia las vivencias del personaje principal. Nos unimos moralmente de alguna manera hacia las metas y las formas de llegar a ellas en el libro, o película.
Los Eloi y los Morlocks son personajes colectivos del último libro que he leído, La máquina del tiempo.
Se trata de una historia en que el protagonista -sin nombre conocido- fabrica una máquina y viaja en el tiempo hacia adelante. En su travesía llega a un utópico mundo en el cual los descendientes de la raza humana forman el ideal de la cooperación y la vida forjada en la naturaleza lejos de la vanidad material, en una eterna juventud. Estos humanos del futuro son conocidos como los Eloi, practican el vegetarianismo y presentan una carencia total del interés y la curiosidad por lo nuevo que caracteriza a la raza humana actual.
Luego de pasar unas cuantas noches con los pacíficos Eloi, el viajero del tiempo descubre la existencia de una segunda línea de evolución de la humanidad que culmina con los Morlocks, humanoides de aspecto más parecido a los simios, preparados para vivir bajo la tierra con unos enormes ojos rojos adaptados a la oscuridad, y pelaje blanco en todo el cuerpo que no ha visto jamás la luz. Estos salen de las cuevas por las noches para cazar a los Eloi, que son su única fuente de alimento.
Nuestro protagonista se identifica con los inocentes Eloi, como nosotros nos identificamos con el viajero. Y esto me lleva hasta hace unos minutos, en que se acaba la versión cinematográfica de dicho libro.
Como es usual, la película y el libro tienen más semejanza en el propio título que en el desarrollo de la historia.
En ambos, la separación en la línea de evolución humana es la esclavización de una parte de la humanidad a vivir bajo tierra para ejercer de productores a los que quedaron en la superficie. Pero en el libro no hay indicios de ningún tipo de actividad intelectual, y en la película -que es la que me interesa para esta parte, a pesar de que me gusta mucho más el libro- hay una jerarquización entre los Morlocks, que relega a los cazadores al último plano como los músculos de los miembros de casta más alta. Y es en éstos últimos en los que recae toda una historia de cultura y avance en el plano interior de la humanidad, son los absorbentes de todo pensamiento técnico. Frente a los más físicamente parecidos a nosotros Eloi, se encuentran los Morlocks como la culminación intelectual de la historia. El viajero en el tiempo aniquila a los Morlocks impulsado por su empatía hacia los inocentes Eloi.
No quiero caer en hobbesianismo ni nada por el estilo. Sólo dejaré en el aire una pregunta: Destrucción o paz, ¿a qué precio?

martes, 11 de febrero de 2014

Observando desde arriba

Pienso sobre el gran observador que nos vigila desde los cielos. Ese padre, hermano, tutor que nos controla, con un "inofensivo" sentimiento voyeurista que se le perdona y no se le condena, por ser quien es. Como los reyes magos cuando somos pequeños y falta poco para Navidad, este joven con barba nos  mira cuando nos bañamos, cuando dormimos, cuando besamos, cuando nos masturbamos, haciendo que nos invada un sentimiento de culpa por hacer algo que la sociedad penaliza. Pero la venganza llega siempre, dulce como la miel. Ahora le vemos a él, mirando desde los cielos, ahora sabemos que la criatura no es creador, y que ésta no es más que un símbolo que controla nuestros instintos más profundos. Ahora hemos vuelto a ser creadores. Podemos controlar este personaje que una vez se nos fue de las manos y llegó a desmaterializarse de la historia. Ahora somos responsables de nuestra propia vida.

jueves, 6 de febrero de 2014

Sobre costumbres ajenas

Desde mis primeros recuerdos, he tenido la oportunidad de acercarme a muchas culturas extranjeras. Una de ellas en concreto me ha llevado a pensar en las diferencias de sus costumbres con las nuestras, en particular lo relacionado con la muerte y las convenciones sociales que la rodean. Me dispongo ahora a explicar sus extrañas prácticas, y coincidiréis conmigo en que son, cuanto menos, peculiares.
Cuando un miembro de esta sociedad fallece, sus allegados disponen el cadáver del difunto en una caja de madera rectangular, y proceden a ejecutar un ritual que conservan desde tiempos antiguos: eliminan las vísceras del fallecido, y en su lugar colocan un relleno para que el cuerpo no se hunda, conviertiéndolo así en un grotesco muñeco desprovisto de la vida que anteriormente tuvo.
Este proceso se lleva a cabo en un templo, donde las velas iluminan las imágenes de sus ídolos. Éstos se ciernen sobre las cabezas de sus gentes, mirando omnipotentes cómo finaliza la vida terrenal de su discípulo.
La estirpe del difunto viste con la indumentaria especial que tal ocasión requiere: los grandes y extravagantes mantos negros cubren los apenados rostros de las mujeres. Las más ancianas llenan el recinto con inconsolables sollozos y lamentos que componen la banda sonora de esta función. El telón se baja después de una larga procesión precedida por el séquito de parientes del difunto, seguido por una comitiva que lleva a hombros al muerto, bajo la mirada del resto de la sociedad.
¿Es completamente distinta esta cultura de la que nosotros profesamos? La primera impresión llevaría a afirmar que sí, pero leyendo con atención nos daremos cuenta del engaño: de la primera a la última frase de este texto se refiere a la cultura occidental, la mía propia y, probablemente, la tuya.
El miedo o la incomprensión nos puede llevar a repudiar actos que nos son ajenos, y la costumbre nos hace olvidar el buen hábito de cuestionarnos nuestras tradiciones de vez en cuando.

martes, 7 de enero de 2014

¿No nos podemos quejar?

"No nos podemos quejar"
Esta frase se ha convertido en un clásico en las conversaciones de esta última época, en la respuesta del millón a la clásica pregunta de cómo estás. No sé si la gente adepta a esta frase se da cuenta de la verdadera magnitud de esas cuatro palabritas.
Aceptando que no nos podemos quejar, no evitamos que nos lleguen peores rachas (como mucha gente piensa, sobre todo personas mayores) sino que evitamos un avance hacia la verdadera democracia.
Evitando una queja damos via libre al gobierno para que se separe del ciudadano y se convierta en institución privada, dotada de autonomía y alejada de su verdadero fin, que es servir de ayuda al pueblo.
Señoras y caballeros que entabláis conversación en la calle, quejaos de vuestra situación: si os preguntan qué tal os va responden que sí os quejáis, que no llegáis a fin de mes, que la escuela de vuestros hijos está en unas condiciones de pena, que la sanidad empeora cada vez más, que nadie os tiene en cuenta vuestros derechos más elementales.
Estudiantes que estáis tomando unas cañas: pedid lo que os corresponde. Quejáos de las clases de 40 personas, pedid más profesores y mejor nivel académico. Exigid matrículas por las que no tengáis que hipotecaros media vida.
Cualquier persona que pase por aquí y lea esto: sí nos podemos quejar. La libertad de hablar sin censuras es uno de los pocos derechos que no nos han recortado (todavía). Por favor, sed consecuentes y usadlo.