jueves, 2 de julio de 2015

El pedófilo de la estación

Suelo sentarme en la parte más alejada de la estación de guaguas, el banco antisocial, desde el cual puedo ver todo sin necesidad de participar activamente en el acto social, en la conversación e intercambio. Y esta vez no se trata de una excepción, me recosté con un pitillo en los labios, en mi sitio habitual, y esperé.
Un hombre de mediana edad, con un jersey de colores que una vez pudieron ser vivos y chillones, con manchas y descosidos, caminaba en círculos. Pero caminaba en círculos cerrados, nervioso, mirando a su alrededor y comprobando toda persona que pasaba. Las cuatro menos veinte, apenas hay en la parada dos chicas de mi edad y una señora mayor, las ignora y a mí no me ve en mi escondrijo.
Me suena de algo. No su cara, que por mi miopía no llego a distinguir y se me aparece difuminada como los colores de su jersey, sino esos nervios, los pasos torpes en círculos, el crujir de sus manos retorcidas y esa expectación, ese buscar algo que no llega.
Las cuatro menos cuarto. La canción que taladra mi cabeza se acaba, el sol está un poquito más cerca y me da en plena cara, gotitas de sudor me recorren la espalda y me muevo hacia la sombra. Me levanto y mis ojos se cruzan con los del hombre, y me mareo. Sé quien es, por supuesto que lo sé.
Vuelan en mi mente fragmentos de conversaciones: mi madre diciéndome que volviera a casa temprano, dando un rodeo para no atravesar la estación. Unas señoras jóvenes, a la puerta del colegio, comentando indignadísimas muchas cosas que se oían por ahí y que yo por mi edad no pude entender. El periódico que lee mi padre por las mañanas, y fotos en primera página de mi pueblo, de la estación por la que solía pasar todos los días y que después de eso tuve que rodear al volver a casa de noche.
Claro que sé quien es, pero él no sabe quién soy yo.
Cuando sus cuencas vacías y llenas de visiones podridas se alinearon a mis borrosas lentes, lo vi con asombrosa claridad. Hace mucho tiempo de eso, y yo era aún una niña, de colegio primaria con mis trencitas apretadas y empapadas de colonia, con las rodillas peladas de golpes y caídas y camisetas de Digimon.
Junto a mis vecinas, al salir de clase acortábamos por la estación para llegar a casa a tiempo de ver los dibujos. Y estaba él. Y miraba. Nunca se acercó, ni habló con nosotras, no se atrevió a darnos nada ni a tocarnos. Pero no nos miraba como se mira a las niñas, nos miraba con ojos vacíos y la comisura de los labios entreabierta. Nos miraba cómo un hambriento mira el escaparate de una pastelería. Miraba a través de nosotras, nos desnudaba con ojos perversos, escondido desde el banco dónde yo, hace un segundo, estaba sentada con un pitillo en la boca y Aqualung en mis oídos.
Y ahora me mareo de asco. Porque veo cómo aparece una niña de nueve años, con trencitas apretadas y raspones en las rodillas y camiseta de lo que quiera que vean las niñas en la tele; con el pan debajo del brazo y la vuelta en monedas en sus deditos sudorosos e inocentes. Y le clava la mirada.
Y ya son las cuatro menos diez. ¡Cuánto dan de sí veinte minutos! Aparece el chófer con su uniforme y la cartera al hombro a arrancar la guagua.
Les perdí de vista. Me dio un vuelco al corazón pensando toda clase de barbaridades, cuando al girarme el hombre recoge las monedas que se le habían caído a la niña, con miedo en sus ojos las coloca sobre el banco, y las niña las recoge y sube a la guagua, que arranca y se va.
Acabo de perder mi guagua y ¡casi! el aliento. Qué mal rato, por favor.
La estación se queda vacía a excepción de nosotros dos. Ya no vuelvo a mi escondrijo. No soy capaz de volver al sitio donde se ocultaba el pedófilo, ya no veo ese banco de la misma forma. Me quedo de pie y le atravieso con la mirada.
Lo peor de todo es... la levedad, la falta de interés que fluye de su cuerpo hacia mi, que hace nueve años exactos miraba totalmente diferente.
No sé si intuye la mayoría de edad en mi carnet, no sé si sus cuencas vacías de emoción son capaces de ver que ya no llevo bragas con dibujitos de Teletubbies. No sé si intuye años de dolores menstruales, de masturbaciones a escondidas, de borracheras adolescentes y de laca de uñas negra, de carmín, de anti-ojeras. Nueve largos años de lecturas, películas, novios, novias, heteroflexibilidad, besos franceses, cajas de condones, retrasos, tacones, piercings y tintes y ceras y cuchillas.
El pedófilo se va. Y desde luego nadie va a echarle de menos, ni siquiera recuerdo ya otra cosa que no sea su jersey desteñido y sus cuencas vacías.
Pero me subo a mi guagua con la sensación de haber vomitado, algo que tienes en el estómago y te mata por dentro, y aunque el dolor de barriga se disuelve, el mal sabor de boca persiste.

martes, 23 de junio de 2015

En cuerpo de mujer

En cuerpo de mujer
llevo mi alma hasta la entrada
de un sucio garito
lleno de hombres y de arañas

la música resuena,
que en verso engaña,
y en prosa arde como fuego
en la boca de mi estómago,

el perfume de tu cuerpo
llena aún mis entrañas
gritando al mundo
y canta, y canta.

En cuerpo de mujer
llevo mis pies hasta el escenario
vender el cuerpo por un trago,
alcohol que limpie mis heridas

y acabe de hundirme en el fango.
La música repugna
con sonido de tango

en mi vientre de mujer.


lunes, 22 de junio de 2015

La señora de las palomas

Su tez curtida, más por la vida que por el efecto del sol, hace difícil adivinar si se encuentra entrando en los sesenta, o pasándolos muy dignamente. En un lapso de diez minutos sentadas ambas bajo el alero de una parada de guagua, me reveló su pasión por los pájaros, que se remonta a una solitaria niñez en el campo. El canto de un gallo abría sus ojos de madrugada, cuando en lo alto del cielo aún no se había escondido el brillo de la luna y el sol era un rubor magenta saliendo por el este, y el chirrido de las botas de trabajar de su padre era la única cacofonía que perturbaba la paz del hogar. Contaba la señora, que tuvo la suerte de ir al colegio, aún siendo una mujer en una época profundamente machista, y aprendió a leer y a escribir, aunque -decía, intentando leer desde el rabillo de sus gastados ojos el contenido de Tristana, a medio abrir en mi regazo- que muchas de las cosas básicas se le habían ido borrando, difuminando como la tinta de un libro que se adhiere más a los dedos, a los ojos, a la mente del que lee que al soporte del papel. Leí unos renglones en alto, mientras la señora sacaba del bolso una bolsita de semillas y las esparcía al suelo, silbando y atrayendo con aspavientos a decenas de picos hambrientos, que nos rodearon moviendo sus rosadas patitas entre el banquete que había preparado la señora. Con los ojos fijos, y la cabeza en otro lado, me contó que su marido hacía poco había fallecido pero no le guardaría luto, que el luto se lleva dentro, mi niña, que no hay necesidad de estropear los pocos trapos que tiene en tinta negra y desolada. Le dí la razón y quedamos en silencio, roto solamente por el aullar de las tórtolas que se disputaban el sustento. Correteando como sus aves, se disparó la lengua de la señora y se sucedieron escenas de su vida en que habían aparecido los pájaros: los periquitos del tío Miguel, las palomas mensajeras que visitaban con gramáticos mensajes en sus patitas el alféizar de su colegio, el loro que fue la primera mascota de su hija, nuevamente palomas que ensuciaban los cristales del coche y hacían enfurecer a su marido... Una tras otra, las palabras evocaban imágenes en su mente, vívidas y coloridas como su sonrisa al recordar en compañía; pero también me sugerían a mí misma escenas de mis vidas pasadas, de los cernícalos volando a ras de mi ventana, de la abuela gritando que al canario se lo comían, que esta vez si se lo comen, que el pobrecito no hace sino cantar y no se cuida de defenderse del cernícalo. Las palomas con ramitas de olivo del día de la paz, de la película de Hitchcock en casa de unas amigas y el miedo al salir y ver las gaviotas sobrevolando nuestras cabezas.
La realidad nos despertó a las dos de un plumazo, el estruendo del motor de las guaguas arrancando nos levantó del asiento y replegó las palomitas como si de un vendaval se tratase. Nos miramos sonriendo, juntamos nuestras manos con calidez y nos despedimos con un cariñoso saludo.
Desde mi asiento en la guagua del norte, vi a la señora subiendo con dificultad los peldaños de su transporte hacia la playa, y me embargó la sensación de conocerla, de haberla visto antes, de haber conocido su vida o algún punto de ella. Y deseé haberle preguntado su nombre. Una persona extraordinaria no puede quedarse sólo con el sobrenombre de "la de los pájaros". 
Y abriendo mi libro de nuevo, lo vi muy claro. Esa señora era Tristana, mi Tristana.

viernes, 19 de junio de 2015

Mi moño, nudo de ideas

Mi pensamiento es un moño en lo alto de mi cabeza, es un revoltijo de ideas hechas forma, apartadas del cuello, del calor y el sudor.
Mi pensamiento se enrosca como una serpiente en torno a su presa, y engulle y aprisiona y se mantiene firme.
Mi flequillo irregular, tijeretazo de peluquería casera, cae sobre los ojos y los tapa, los envuelve en halo de vapor.
Los pelillos pequeños, como las pequeñas ideas, molestan al día a día, y son presos de horquillas, geles y sprays que les pegan a la masa, por el bien del conjunto.
Mi pelo y mis ideas amanecen revueltos, anudados y llenos de electricidad, frente al espejo se asienta y al viento esparce su olor como las flores esparcen sus semillas.

Cabellos, como ideas, hay de muchos tipos, colores y formas, e incluso los hay que carecen de esto.

jueves, 18 de junio de 2015

Asociaciones libres I

Hegel es un géiser.
Schopenhauer es una cuchilla de afeitar y dos gotitas de sangre.
Unamuno es filósofo para literatura, y literato para filosofía.
Marx no es Lenin, ni Maduro, ni Chávez ni el Ché.
Hobbes es un lindo gatito. Rousseau es Piolín (y viceversa)
Nietzsche es Cristo.
Cristo no es Nietzsche.
Aristóteles es éter.
Platón vivió, recordó, vió el sol fuera de la caverna, entró, no le hicimos caso en bachillerato y se fue a casa a llorar en la almohada.
Hume no entra en estos parámetros.
Piaget es un dolor de muelas.
Heráclito es el río en el que se bañaron todos los idealistas.
El realismo es una irrealidad realizada en y sobre la realidad.
La filosofía y la ciencia no son misma cosa, no tratan las mismas preguntas y no llegan a las respuestas por el mismo camino.
Mi dedo índice te señala.
Tu cuerpo está pegado a tu nariz.
Su mente se quiebra.
Nuestra no existe.
Vuestra me excluye.
Sus mentes ME quiebran.